Nancy Hernández García
El
ardiente sol cae suavemente sobre mi piel mojada, siento cómo sus rayos
penetran cada poro y un leve vapor se desprende todavía con el aroma de mi
jabón. Me tiendo sobre el pasto, sin intermediarios. La mezcla del olor de la
hierba y el perfume es embriagante. Con los ojos cerrados me entrego al gran
astro. Una sonrisa se dibuja en mis labios. No pienso en nada, no soy nadie; un
cuerpo sobre el que cae suavemente el ardiente sol.
[Tú mirabas por la ventana, la que da hacia
el patio. Ella estaba ahí, tendida sobre el pasto cuando tus ojos encontraron
esa imagen que parecía salida de un cuadro de Botticelli; hiciste lo único que
se podía hacer, lo que tenías tiempo queriendo hacer: embriagarte con su
desnudez…]
A
los momentos de paz les sigue una tormenta de pensamientos como nubes cargadas
de granizo, el blanco se va oscureciendo rápidamente y no se distingue forma
alguna, como cuando aumenta la velocidad en los juegos mecánicos y la figura de
mamá se distorsiona y la mano ya no puede decirle adiós porque hay que
aferrarse a los tubos para no salir disparada y matarse antes de siquiera tocar
el piso. Turbulentos son los pensamientos que me invaden después de breves
treguas con la tranquilidad. Me incorporo bruscamente. Mi comportamiento parece
de sonámbula o de demente. Nada del exterior lo explica.
[La miras con cuidado, casi no respiras para
que no se dé cuenta de tu presencia; tus precauciones son estúpidas porque
estás a varios metros de distancia y desde un tercer piso. Su piel desnuda
entra con fuerza por tus pupilas, tu respiración empieza a entrecortarse, cada
vello de tu cuerpo se eriza y sin que lo notes, mecánicamente, tu mano derecha
desciende lentamente hacia tu entrepierna, que responde al tacto con gran
firmeza…]
Vuelvo
a recostarme y me entretengo viendo el cielo. El cielo es lo único que se puede
ver aquí, la única distracción, un poco de color entre el blanco deslumbrante.
[La posees desde un tiempo sin tiempo. Desde
que la descubriste no puedes ni quieres evitar estos encuentros que apenas
duran unos minutos, hasta que sus cuidadores se dan cuenta de que puede pescar
una infección por el agua tratada de los aspersores que mantienen verde el
jardín. Gritas que no se la lleven pero es inútil: ni te escuchan ni te ven.]
No
conozco el pudor y adoro la vanidad, pero no tengo a quién mostrarme, el
edificio de enfrente está en ruinas y pronto será demolido. Empiezo a olvidar
mi rostro, el color de mis ojos, la forma de mis labios, me difumino junto con
los recuerdos que de mí se tengan. Nadie me llama por mi nombre, si es que
alguna vez tuve uno.